Cuando Descartes incursiona escépticamente por el
conocimiento humano y sus, hasta ese momento, certezas, establece en el sujeto
(en tanto que res cogitans) el
fundamento de todo conocimiento, incluso el de Dios, pues es sólo después de
llegar al yo como verdad indudable
que puede arribar (lógicamente por su argumentación) a tal certeza. Mas ¿A qué
tipo de yo delega Descartes la
importancia de convertirse en certeza absoluta? No es desde luego un ‘yo
empírico’, ya que la experiencia, según los argumentos cartesianos, no presenta
certeza alguna. Es ante todo un ‘yo puro’, para decirlo en esos términos, una
sustancia simple cuya esencia es el pensar y que se opone a otro tipo de
sustancia cuya esencia es la extensión (res
extensa). Esto proporciona una jerarquía en la cual la sustancia pensante somete
la sustancia extensa que está dispuesta para ella, aunque separada de la misma.
Ahora bien ¿De dónde inferir la existencia de tal yo? ¿Cómo llegar del pensamiento a una sustancia pensante? En lo
que sigue trataremos de definir el sujeto a partir de algunos argumentos de
Borges y Nietzsche que problematizan y rebaten la existencia de tal sustancia
así como su inferencia lógica.
¿Qué es pues el yo?
Siguiendo a Descartes podríamos sugerir que es aquello que permanece inmutable
a través del devenir, una identidad que permanece en el tiempo (o sin tiempo)
frente a la multiplicidad de cambios fisiológicos y psicológicos; sería además,
en la versión más elaborada de Fichte o incluso de Husserl, el ‘gran opositor’ de lo existente, por así
decirlo, por cuanto la gran oposición dialéctica a la que se reduce
arbitrariamente lo existente se simplifica en la fórmula “yo; no-yo”. Y así ¿No
resulta, además de arbitrario, excesivamente arrogante pretender que el sujeto
pensante es aquello que se distingue radicalmente del ‘resto’ de lo que existe?
¿No es acaso tan arbitrario como pretender escindir el reino animal en felinos
y no-felinos, o el reino vegetal es rosas y no-rosas? Podríamos decir incluso,
casi a la manera de Jenófanes de Colofón, que si los bueyes filosofaran
creerían también que lo existente está escindido dialécticamente entre el buey
y el no-buey.
¿Qué sería entonces el yo?
A este respecto afirma Nietzsche: “’Sujeto’ es la ficción que pretende hacernos
creer que muchos estados similares son en nosotros el efecto de un mismo
‘substratum’; pero somos nosotros los que hemos creado la analogía entre estos
diferentes estados” (274, § 480). El yo
es, según esto, un punto estático de referencia que, al igual que el punto
geométrico, es puramente ficticio (metafísico) en su simplicidad y que “por muy
normal y necesaria que sea esta ficción no es posible olvidar su carácter
fantástico” (278, § 478). Con base en esto nos atrevemos a aseverar lo
siguiente: el yo es una
falsificación, una falsificación de lo múltiple que estando fundamentado en el
juego de la memoria y el olvido, se ha hecho pasar por su fundamento; es un
efecto que falsamente se ha hecho pasar por causa y que lisonjeramente corona
al hombre como dueño y señor del universo.
Lo anterior, sin embargo, puede carecer de argumentos ya que
se limita un tanto sentenciosamente a caracterizar, más negativa que
positivamente, el concepto de sujeto. Trataremos ahora de proponer, entonces,
un concepto de sujeto a partir de las ideas y argumentos que Jorge Luis Borges
propone en algunas de sus obras.
Queremos resaltar una primera idea esbozada al final de La biblioteca de Babel. Al término de
una somera descripción de la complejidad de la biblioteca (el universo) y de la
no menos complicada pretensión de comprenderla, el narrador afirma: “Quizá me
engañe la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana […] está por
extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita,
perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible,
secreta” (Borges 1971b 98) ¿Qué nos dicen estas palabras? Nos hablan de un perdurar de la biblioteca infinitamente
rica en la que el bibliotecario (quien pretende ordenarla) es tan sólo un
transeúnte. Esto pone de manifiesto la dependencia del bibliotecario a la
biblioteca, pero no lo contrario. El gran mérito de la metáfora es, a nuestro
entender, mermar el delirio antropocéntrico legitimado por la exaltación del
sujeto como sustancia que socava, por ejemplo en Berkeley, la existencia del
mundo.
En favor de la existencia del mundo y en detrimento del
sujeto-sustancia dice Borges, más argumentativa y menos metafóricamente, en La encrucijada de Berkeley: “Berkeley
afirma: Sólo existen las cosas en cuanto se fija en ellas la mente. Lícito es
responderle: Sí, pero sólo existe la mente como perceptiva y mediadora de
cosas. De esta manera queda desbaratada no sólo la unidad del mundo externo,
sino la espiritual. El objeto caduca y juntamente el sujeto” (Borges 1994a
123). No hay objetos sin sujeto, no hay sujeto sin objetos; pero lo que caduca
es la forma de pensarlos, esto es,
pensar sujeto y objeto en términos de sustancia. Si Descartes, Berkeley, el
idealismo y posteriormente la fenomenología destruyen en apariencia la
metafísica de los objetos en favor de un sujeto hipostasiado, la labor de
Borges, llevada a cabo antes que él, entre otros, por Nietzsche, es disipar
radicalmente la metafísica, ya que precisamente “La idea de sustancia es el
resultado de la ideal del sujeto, pero no al contrario. Siempre que
sacrifiquemos el alma, el ‘sujeto’, nos falta como los elementos para imaginar
una ‘sustancia’” (Nietzsche 278 § 480).
No obstante, lo anterior no quiere decir que se niegue la
existencia de la dimensión subjetiva, lo que se hace es cambiarle de ‘sentido’,
de ‘interpretación’, se pasa de una unidad aparente a una pluralidad real, y es
en este sentido que podemos afirmar con Nietzsche “Quizá no sea necesaria la
suposición de un sujeto: ¿quizá sea lícito admitir una pluralidad de sujetos,
cuyo juego y cuya lucha sean la base de nuestra ideación y de nuestra
conciencia? ¿Una aristocracia de ‘células’ en la que el poder radique? […] Mi
hipótesis: el sujeto como pluralidad” (281 § 485).
Con esto no se quiere suprimir el sujeto, por el contrario,
se le quiere hacer justicia, se le quiere reconocer en su ser concreto. Y es en
este esfuerzo por revelar el verdadero sentido del sujeto como algo concreto,
múltiple, como algo que es en su
corporeidad y que traspasa los límites de la mera conciencia y su aduladora
visión de sí misma; es en este esfuerzo, decimos, que debemos preguntar ¿Qué
tipo de multiplicidad o pluralidad es el yo?
Pues es necesario recordar que el concepto de multiplicidad puede ser tan
equívoco y vacío como el de unidad o el de ser, siendo así que la concreción
que demandamos del concepto de sujeto se esfume en consideraciones sofísticas o
en palabrería carente de sentido.
¿En qué consiste, pues, tal multiplicidad? En un cúmulo de
sensaciones corpóreas actuales, de recuerdos de impresiones sensibles, de
sentimientos, de innumerables cambios fisiológicos de inmensa riqueza, de
cambios psicológicos de incontables estados de conciencia y procesos
inconscientes, etc.: el sujeto es una multiplicidad sensible bajo procesos
inconscientes irreductible en la realidad a unidades simples, sean estas
físicas o ficticias. ¿Cómo pretender reducir los sentidos a uno sólo de ellos?
¿Cómo pretender omitir la gran cantidad de estados y procesos conscientes e
inconscientes en función de la arbitrariedad de uno sólo? Es así que se hace
cuestionable la reducción de todo esto múltiple a un estado de conciencia
singular extremadamente densa, pues los mismos argumentos que Berkeley esboza
para diluir el mundo de los objetos es aplicable al mundo del sujeto, ya que si
todas las impresiones sensibles son irreductibles a otras ¿No serían también
irreductibles las diferentes funciones psíquicas y fisiológicas? Pues ¿No sería
absurdo reducir las diferentes funciones corporales al pensamiento? Es más
¿Cómo reducir diversos estados de conciencia a uno sólo y más aun aquellos que
desde el psicoanálisis han sido caracterizados como inconscientes? “Basta
caminar- dice Borges- algún trecho por la implacable rigidez que los espejos
del pasado nos abren, para sentirnos forasteros y azorarnos cándidamente de
nuestras jornadas antiguas. No hay en ellas comunidad de intenciones, ni un
mismo viento las empuja” (Borges 1994b 96).
Ahora bien ¿Cómo es posible engañarnos respecto a la
existencia sustancial de un sujeto? La respuesta radica en la convicción que la
conciencia arraiga en ella misma de ser una unidad, el problema está en que
dicha convicción no es suficiente para inferir la existencia de una sustancia
simple y mucho menos de su esencia, pues el ser humano es un profundo secreto que
no se revela ni a sí mismo, es nuestro cuerpo y su funcionamiento tan
desconocido para nosotros que de su parcial contemplación no es posible inferir
su ser más íntimo y oculto; de hecho ni el más completo conocimiento de
anatomía y psicología revelan la total complejidad del cuerpo humano, de sus
estructuras fisiológicas o psíquicas. Lo que permite legitimar dicha unidad es
la memoria, la pretendida unidad de
la conciencia de lo que ha acontecido en el tiempo pretérito. Sin embargo, como
el mismo Borges lo señala, no hay que abusar de la memoria, son más los
acontecimientos que olvidamos que los que recordamos, y aun los recuerdos no
son los mismos a medida que el tiempo transcurre.
El yo es por tanto
el resultado del libre juego de la memoria y del olvido, “Nosotros estamos
hechos, en buena parte, de nuestra memoria” pero además “Esta memoria está
hecha, en buena parte, de olvido” (Borges 1980 94). Si es verdad que sin
memoria no existiría el sujeto, pues no habría reconocimiento de alguna
permanencia en el tiempo, por ilusoria que fuera, no es menos cierto que sin
olvido no sería posible pensar en tan anhelada unidad. ¿Qué sería de aquel que
olvidara absolutamente todo? Simplemente viviría instantáneamente, un poco
metafóricamente diríamos que nacería y moriría constantemente, no tendría
conciencia de su ser en un antes y un
después, no estaría acosado por la
conciencia de sí, prácticamente no tendría yo,
pues no se reconocería en un instante que no fuera el aquí y ahora eternamente
fluctuante: en el momento en que se afirmara
como “yo”, sería “otro”.
¿Qué sería, entonces, de quien todo lo recordara? A este
respecto se asombra el narrador de Funes
el memorioso de que el que todo lo recuerda con viva precisión, el
vigilante Ireneo Funes, pudiera ser capaz de pensar, ya que “Pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había
sino detalles, casi inmediatos” (Borges 1971a 135). De este personaje, a quien
molestaba identificar como “el mismo”, y mucho más con el genérico nombre
“perro”, al individuo de la tres y catorce y al de las tres y cuarto,
preguntamos ¿Cómo podría él identificarse como siendo siempre el mismo? ¿Cómo
concebirse como uno en un cuerpo de
múltiples características que se renueva constantemente? ¿Cómo concebirse
siempre el mismo en un abigarrado y tempestuoso mar de impresiones sensibles
irreductibles cada una a las otras? Si el pobre Funes no podía comprender las
ideas generales ¿Cómo podría comprender las sustancias? Y en esta medida ¿Cómo
comprendería la idea de sujeto aunque fuera él mismo? Su yo, al igual que todo lo percibido y sentido, sería tan instantáneo
que se enfrentaría más certeramente a la multiplicidad de sus propios estados
de conciencia que a la pretendida unidad de los mismo.
Queremos concluir finalmente con unas palabras de Nietzsche:
“Todo lo que se instala en la conciencia como unidad es algo enormemente
complejo y lo único que logramos es una apariencia de unidad” (280 § 484), esto
para reiterar la manifiesta ineficacia de la conciencia para captar la
complejidad de la realidad, ineficacia que compensa con la falsificación de lo
múltiple haciéndolo pasar ilusoriamente por algo simple. El yo, como vástago de dicha conciencia, es
en su simplicidad también una falsificación de lo múltiple, una ilusión que la
memoria intenta imponer triunfalmente al olvido, olvidando precisamente que sin
él es igualmente imposible representar una unidad sobre y a través de lo
diverso. Es el sujeto, por tanto, una pluralidad dinámica revestida de la
apariencia de unidad, apariencia que, tal como Borges y Nietzsche han tomado de
Kant, no emana de los sentidos, sino de lo que el entendimiento hace con los
datos que le proporcionan.
Bibliografía
- BORGES, Jorge Luis. “El tiempo”. En Borges oral. Barcelona: Bruguera. 1980, 89-107.
- ---------------------------. “Funes el memorioso”. En Ficciones. Madrid: Alianza. 1971a, 123-136.
- ---------------------------. “La biblioteca de Babel”. En Ficciones. Madrid: Alianza. 1971b, 86-99.
- --------------------------. “La encrucijada de Berkeley”. En Inquisiciones. Buenos Aires: Seix Barral. 1994a. 117- 128.
- --------------------------. “La nadería de la personalidad”. En Inquisiciones. Buenos Aires: Seix Barral. 1994b. 93-104.
- NIETZSCHE, Friedrich. La voluntad de poderío. (Traducción: Aníbal Froufe). Madrid: Edaf. 1998.
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